El fin de la infamia

“Donde se me aflojó el cuerpo hasta las lágrimas
fue en la vuelta olímpica. Ahí sí me desarmé.
¡Fue maravilloso… maravilloso!”
(Mariano Mangano, agosto 1967)

Por Pichuko
(noble gastronómiko)

Fue un día como hoy cuando el Pincha, al ganar la final del Metropolitano 1967, rompió con un statu quo considerado natural. Sin dudas, un momento histórico para todos aquellos clubes (la inmensa mayoría) que parecían (y padecían) tener el rol de partenaire en la máxima categoría del fútbol argentino.

Enfrente se encontraba el defensor del título, la Amarguemia, un equipo con características de juego similares, pero que se quedaría a mitad de camino de la revolución que necesitaba el fútbol y que sí llevarían adelante los de Zubeldía. Por lo tanto, lo sucedido en el Viej* Gasóm*tro más que la confirmación de un estilo (como lo quieren hacer ver algunos) fue la instalación de una forma original y novedosa de jugar, reconocida más en el extranjero que acá.

Pero volviendo al partido de esa tarde: ¿cómo llegaban a la final? Cansados. Ambos disputarían ese domingo el tercer partido en 5 días.

Los de Avellaned* venían de ganarle ajustadamente a Indesingente; mientras el “defensivo” Estudiantes venía de convertir 7 goles en sus dos últimas presentaciones frente a Gilasia y en el heroico triunfo ante Platens*. Por otra parte, los dirigidos por el Zorro tenían la obligación de ganar dentro del tiempo reglamentario si querían llevarse el torneo.

Y lo hicieron con sapiencia. Durante el primer tiempo, el Pincha se dedicó a desgastar al rival. Sabiéndose superior en el aspecto físico, copó el mediocampo con Bilardo, Malbernat, Madero, Echecopar y Pachamé ofreciendo forcejeo y lucha ante los tibios embates individuales de Rac*ng. En la segunda parte, el equipo de Jos* ya no tenía piernas y desde el comienzo nomás Estudiantes jugó a voluntad. A los 6 minutos, Madero abrió el marcador con un excepcional tiro libre desde cerca del área grande. A los 24' Verón fusiló al arquero y cuatro minutos más tarde una combinación entre la Bruja, Conigliaro y Ribaudo finalizó con gol de éste para darle cifras definitivas a un partido que se ganó por demolición. Ya hacía rato que un equipo deambulaba penoso por el campo de juego mientras el otro dominaba con autoridad esperando el final del trámite. Cuando llegó el pitazo de Nim* y mientras Madero se adueñaba de esa pelota invalorable la emoción invadía los cuerpos, la cancha y la ciudad se convertía en un carnaval.

Con ese partido se acabaron con 37 años de privilegiados festejos de un quinteto de tramposos que aún hoy pretenden seguir gobernando el fútbol. Es inevitable recordar los despojos sufridos hasta ese momento, no buscando una compensación sino para tomar la real dimensión de lo acontecido aquel 6 de agosto de 1967. Y porque aún hoy pagamos por la herejía de sacarles a los opulentos lo que creían suyo seguimos sufriendo acusaciones propias del realismo mágico que nos rodea. Ese mismo que busca salir del delirio golpeando las puertas del Country Club, lugar donde todo empezó.